Saga Bond: Roger Moore (V), por Julián Valle Rivas

solo para sus ojosAl menos, poco después, el productor Albert R. Broccoli y su hijastro y flamante productor ejecutivo Michael G. Wilson reconocieron que, a pesar del grandísimo rédito en taquilla, con «Moonraker» se habían pasado tres o hasta puede que cuatro pueblos con la jerigonza espacial o sideral. La excentricidad de un 007 en misión cósmica o galáctica había excedido los elementales rasgos del personaje y su entorno, ingénitos a la concepción de Ian Fleming.


    Con el objetivo de devolver un tanto la cordura a la saga, consecuentes con que un personaje mítico afrontaba los albores de una nueva década, contactaron con un viejo amigo de la casa, Richard Maibaum, y le plantearon la adaptación, en lo posible (ahora sí), de dos relatos cortos de Fleming, publicados en 1960: «Sólo para sus ojos» y «“Risico”». Wilson ya había aportado ideas y retocado guiones en títulos anteriores, de manera que se le propuso unir esfuerzos con Maibaum para completar el guión de la entrega. No obstante, en esto del guión, el esfuerzo, en realidad, siempre fue colectivo. Otro conocido, John Glen, hasta entonces, adscrito a labores de edición y dirección de la segunda unidad, fue escogido como director y, en seguida, sometió a evaluación general el remarcar la continuidad natural del personaje con una secuencia introductoria que rememoraba al espectador el trágico matrimonio de Bond y la deuda de Blofeld, aceptada por unanimidad. Rescataron, además, alguna escena descartada de la novela «Vive y deja morir», técnica a la que la producción de la saga recurriría en otras ocasiones, como en «Licencia para matar» (1989). La intención, en definitiva, como he tecleado líneas arriba, era enmarcar al Agente británico en un contexto más terrenal que sintonizase con las historias primigenias narradas por Fleming.


    Con los habituales John Barry y Ken Adam a otros asuntos, la música se encargó a Bill Conti y el diseño de producción a Peter Lamont, quien había colaborado con frecuencia en la saga para el departamento de arte, componiendo unos ambientes y decorados muy naturales, en consonancia con la vertiente fijada para la trama, la cual volvía a hacer transitar a los personajes a través de múltiples escenarios exteriores. La fotografía quedó al mando de Alan Hume, veterano con veinte años de experiencia, que se había iniciado en la televisión británica y supo manejarse con la luz matinal de los idílicos paisajes costeros y los campos olivareros. Para una producción tan afiliada a la acción en la nieve (puede espeluznar la adicción, si se me permite el doble sentido del vocablo), no podía faltar el especialista y cineasta Willy Bogner, su espectacular destreza sobre los esquís y su prodigiosa habilidad para deslizarse de espaldas mientras sostenía la cámara a media altura. Se siguió confiando en Derek Meddings para supervisar los efectos especiales, cuyo empeño concibió un sólido mecanismo para mantener al borde del despeño el coche de Locque, facilitando la variedad de planos y encuadres, sin desmerecer el fascinante reventón del Lotus Esprit S1, que serviría para justificar la introducción del modelo Turbo en un rojo chilloncete a la vista. Con todo, el equipo técnico hubo de competir con lides algo más mundanas, como encalar un pueblecito griego para simular uno español; o algo menos, como reproducir un monasterio en la cima de un monte, donde sólo se podía acceder a base de poleas y canastos… O al estilo Bond, escalando. Fue curioso lo del monasterio, porque, cuando llegó el personal de la película para rodar sus escenas, resuelto el papeleo con el ayuntamiento (papeleo documental y monetario, se entiende), los monjes sabotearon la zona. Esto ocasionó un conflicto con los vecinos, quienes consideraban los beneficios económicos que la película podría reportarles. Un Tribunal Especial hubo de dirimir el trance. Dictaminó, en aparente lucidez salomónica, que el interior era de los monjes y el exterior del ayuntamiento y corporaciones regionales. Y ahí se pusieron, manos a la obra.


    Aunque aquel Roger Moore de cincuenta y tres años conservaba cierto grado de figura y plenitud en su rostro, el contraste con una Carole Bouquet de veintitrés rechinaba los dientes, o comenzaba a hacerlo. La actriz francesa, cuya seductora belleza había encandilado en el largometraje de Luis Buñuel, «Ese oscuro objeto del deseo» (1977), no tardó en probar su valía para el protagonismo femenino. Haciendo gala de una envidiable melena, que el filme potenció, el hechizo de sus ojos hipnotizó al personal, con Glen a la cabeza, y armonizó con el título del largometraje. El nombre de Julian Glover se había añadido a alguna terna de candidatos a 007. La oportunidad se le presentaría en la lista opuesta. Chaim Topol, celebérrimo por «El violinista en el tejado» (Norman Jewison, 1971), fue una sugerencia de Dana Broccoli, esposa de Albert. La australiana Cassandra Harris compareció en el set con su marido Pierce Brosnan. La pareja había contraído matrimonio en aquel año de rodaje de 1980 (Cassandra fallecería de cáncer en 1991) y el actor irlandés (y su rutilante porte) de inmediato fue anotado por los productores. Notable fue el debut cinematográfico de un Charles Dance de treinta y cuatro años, forjado en el teatro y la televisión. El elenco no estaría cerrado sin los icónicos Desmond Llewelyn y Lois Maxwell; si bien, el luto por Bernard Lee dejaría vacante el personaje de M para el estreno de «Sólo para sus ojos» en 1981.


    Han pasado doce años y quedan cuentas pendientes de saldar. Por ello, un Ernst Stavro Blofeld parapléjico y empalado aprovecha una visita de James Bond a la tumba de su esposa para tenderle una trampa tomando un helicóptero que manejará por control remoto con intenciones poco amistosas. 007, en un alarde de deslizamiento mortal, accede a la cabina del piloto, desconecta el control remoto y engancha la silla de Blofeld con uno de los patines de aterrizaje para arrojar al villano al interior de una chimenea industrial. Superado el tradicional liminar, el barco espía británico Saint George, con bandera de Malta, en el que se encuentra instalado el dispositivo ATAC para el control de misiles, sufre un ataque, hundiéndose en el mar Jónico sin que haya habido oportunidad de anular el dispositivo secreto. El Servicio británico pide la colaboración en la búsqueda del prestigioso arqueólogo marino sir Timothy Havelock (Jack Hedley), quien, coincidiendo con la visita de su hija Melina (Carole Bouquet) al buque de investigación, es asesinado junto con su esposa Iona (Toby Robins). Asignada la misión de rescate por el Gobierno, con los intereses soviéticos de fondo, Bond viaja hasta la periferia de Madrid, donde se esconde Gonzáles (Stefan Kalipha), asesino del matrimonio Havelock, en un remedo de la Mansión Playboy, al que 007 accede detenido cuando es descubierto. Apenas intercambia palabra con Gonzáles, pues Melina asesina a éste con una flecha, aunque Bond, antes de huir de la escena con la vengadora (emplean un mítico Citroën 2 CV cuya resistencia sólo podría compararse con la del Mini Cooper de Jason Bourne), puede fijarse en un extraño personaje allí presente, que ha pagado a Gonzáles y cuyo retrato robot perfilará con milimétrica precisión, y después de varias horas machaconas y claustrofóbicas, gracias a un nuevo juguete de Q, identificando al asesino Emile Leopold Locque (Michael Gothard). Toca descubrir, por tanto, quién contrató a Locque como intermediario. Luigi Ferrara (John Moreno), contacto italiano del MI6, concertará una reunión entre Bond y Aristotle Kristatos (Julian Glover), magnate naviero y mecenas de la joven patinadora Bibi Dahl (Lynn-Holly Johnson), quien cae prendada del Agente. Dada la diferencia de edad, no la corresponde, aunque la trama recurre a ella como catalizador de una de las tres escenas de acción que se suceden, prácticamente, sin interludio, y que 007 solventa con el ingenio y la destreza característicos, mientras trata de convencer a Melina para que abandone su peligroso juego de venganza. En un derroche de sibilino maquiavelismo, Kristatos ha hecho creer a Bond que el responsable es el traficante Columbo (Chaim Topol), alias La Paloma, hasta el punto de que Locque y sus secuaces irán asesinando a diestro y siniestro con un alfiler al pecho encabezado con la figura del animal. Sin embargo, la realidad es, por supuesto, lo contrario. Columbo muestra a Bond los trapicheos y tejemanejes de Kristatos, así como sus relaciones con el comunismo, y, en una incursión nocturna de comando, destruyen uno de sus depósitos de contrabando y 007 devuelve a Locque la moneda del cúmulo de muertes causadas. De regreso a las costas griegas, Bond y Melina emprenden su particular aventura submarina para recuperar el ATAC, no sin antes vérselas con la enésima colección de esbirros de Kristatos, quien termina haciéndose con el dispositivo y poniendo en un brete a la pareja, a la que somete a la macabra tortura de ser atada y arrastrada por una lancha motora a merced del mar y los tiburones. Otra vez, la habilidad y astucia de Bond los salvan de la muerte. El parlanchín loro familiar, que se ha asomado intermitentemente por la trama, y el conocimiento de Columbo de su enemigo facilitan a Bond y Melina el paradero exacto donde se ha retirado Kristatos, en espera de vender el ATAC a los soviéticos: un antiguo monasterio en la cumbre de un monte en Saint Cyrilos. El dichoso montecito permite al espectador ratificar lo sabido: la pericia de James Bond permanece ajena a los profanos límites de los humanos corrientes. De tal modo, lo mismo se marca un giro completo con golpe de esquís a un malo, que escala la vertical de un monte, con golpe también al malo. La cuestión es que el grupito formado por Bond, Melina, Columbo y un par (o tres) de sus asalariados asalta la madriguera de Kristatos y recobra el ATAC, que 007 desintegra (en sentido literal, o casi), justo en el instante de la aparición del general soviético Gogol (Walter Gotell). Contiene Bond, a todo esto, la agitación vengativa de Melina contra Kristatos, quien, al amagar un movimiento asesino, muere por el efecto de un puñal lanzado por un herido Columbo desde la distancia. La ya consagrada escena de cierre de la pandilla gubernamental llamando a Bond en medio de su refriega amorosa tolera, para el largometraje, un liviano chascarrillo a expensas de Margaret Thatcher (o de la actriz que la encarna, Janet Brown, famosa en la época por sus imitaciones de la Primera Ministra).


    Hay que valorar, de «Sólo para sus ojos», su bienintencionada disposición a restablecer la autenticidad y veracidad del personaje, y a fidelizarlo con los textos originales de Fleming. El largometraje es una misión que 007 ha de desempeñar valiéndose de ingenio, técnica y experiencia, sin artilugios despampanantes, en un ambiente cotidiano o rutinario (para el evento Bond, claro) y con un objetivo que no vicia la credulidad, incluso se agradece el anecdótico porcentaje de chascarrillos de Moore. El inconveniente radica en que la trama fluctúa en su ritmo. Los vaivenes del desarrollo narrativo rompen abruptamente la tensión del espectador. Por otro lado, no es posible imaginar a Carole Bouquet como un personaje rezumante de bilis vengativa, ni pareja amorosa de un Moore cuya edad ronda la jubilación del papel. Las escenas de acción están bien rodadas, aunque la enésima recreación que acopla esquís y nieve empalaga y pincha la inspiración; al igual que el gag de Victor Tourjansky, cansino, a la tercera. Sí me suena deliciosa, de las mejores de la saga, la canción en la voz de Sheena Easton, escrita por Michael Leeson. James Bond se adentró en la década de los ochenta formal y cumplidor, sin pretensiones de ocupar los primeros puestos en la clasificación de la saga, ni aprestar los mimbres para conseguirlo.


Julián Valle Rivas

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